viernes, 20 de febrero de 2015

LA CONVERSIÓN DEL ATEO



LA CONVERSIÓN DEL ATEO

¡Dios que no existes!, ¿Por qué llamas a mis puertas en primavera? Prende el azahar en los naranjos que moran junto a mis ventanas. Sufro el vértigo desde la azotea en la caricia de la brisa que airea mis nublos pensamientos. Trato de entender y entender no puedo, trato de sentir y sentir no puedo. Concibo el castigo cruel de los inquisidores pensamientos que me embargan en la soledad de las mazmorras infinitas del ocaso. Veo hombres arrugados por el transcurrir del tiempo que caminan con la firmeza de zagales. En el silencio de la noche percibo voces roncas, el tañer rotundo de un martillo y el deslizante rachear de alpargatas que arrastran cajones sobre los que emergen siluetas fantasmagóricas. En la cima de la urbe, los olivares de El Aljarafe hermosean los ojos de la Ciudad en la puesta de Sol. Algo misterioso se trama en la obscurecida atmósfera que resguarda el sueño de los mortales. Las campanas de la torre alta tañen distintas, se desvelan espectros luminarios y se encienden luctuosos presagios. La mañana se abre con la pureza de los jazmines y la sutil resonancia de las fuentes. El embrujo del Barrio de leyenda se filtra por los resquicios de las forjadas portezuelas. Las calles son un ir y venir de incansables seres oscuros, barnizadas sus frentes por cenizas. ¿Pescador de hombres? ¿Acaso, no nacimos para pescar y no ser pescados?
  
¡Oh Dios, que no existes! Te empeñas en hacerme cordero manso de tu rebaño. Mi destino no tiene más dueño que la soledad del último aliento y el atroz zarpazo de la guadaña. Nada habré que encontrar tras la partida, ni espíritu ni materia, sólo tristeza y olvido. Tanta transfiguración me aturde y el murmullo de la gente me inquieta. Miel en los dulces de los escaparates de las confiterías y miel en los labios contemplativos que miran en las profundidades de los templos a un ser inerte que llaman Cristo. Desde los goznes observo figuras de mérito labradas sobre madera y barro. Centellean preciados metales fundidos, sutilmente embellecidos por hojarascas, frutas y otros ornamentos barrocos. Montañas de cera y el incienso embriagador del atardecer, conforman un paisaje majestuoso e incomparable. Lágrimas en las miradas de las abuelas que bajan la pronunciada rampla y sonrisas en los niños que acarician tiernamente. Cuanta desmedida en los gestos y en el camaleónico entorno trasversal que contornea las siluetas de las plazas de los renombrados Juanes: Mesa y Montañés, autores inmortalizados por quienes ven vida más  allá de la madera.

Todo resulta tan incomprensiblemente hermoso como lejano a la realidad que nos ocupa. La enajenación transitoria alcanza el punto álgido cuando una Luna que buscan como el niño a la cometa enredada en los ramajes de un árbol, aparece como peineta castaña sobre las sienes de Sevilla. Siluetas oscurecidas y silenciosas, cual sambenitos saboreando el amargor del martirio circunscriben las estrecheces de las pavimentadas arterias en reclamo de un corazón que late en los más recónditos retiros. Espartos ceñidos al talle, altos los capirotes, descalzados o provistos de sandalias o alpargatas desaparecen como sombras por los contraluces. En las antípodas destellan morados y verdes capirotes, lúcidas vestimentas y el rumor estridente y confuso de la muchedumbre enaltecida. Dos mundos paralelos y distantes que buscan encontrarse en la llamada Cruz de la Campana para a posteriori apretarte por las angosturas de la calle de las Sierpes.

No puedo conciliar el sueño, despierto destemplado por el sonido de unos tambores y desciendo a encontrarme con la faz de la noche, me deslizo por los callejones contiguos a la Muralla y observo atónito la restauración del Imperio de Julio César. Válgame el cielo, que estos romanos son distintos. Llevan el sol resguardado en las corazas, caminan marcial y armoniosamente. Un mar de blancas plumas inunda el caudal central ocupado a uno y otro lado de la vereda de sendos tramos de creyentes extasiados. Afiladas lanzas y semblantes irradiados de esperanza, llantos en los balcones. En la distancia, brazos de hierro se extienden por entre las barandas y los ahorcados geranios, tratando de desatar de manos al que pregonan entre saetas y salves, Señor de la Sentencia. Interminable goteo de ropones albinos y capirotes verdes que desfilan por delante de los macarenos y al fin reluce una estrella revestida de verde  sobre un lienzo rojo. La Stella matutina reinando en noche entre gris y tinieblas, otro destiempo que sumar a desbordante desmedida. Divagante y prisionero de las tan punzantes dudas existenciales atisbo algo más que madera en un perfil sonriente y lacrimoso. El diálogo de las miradas devora ferozmente mis tímpanos. Incrustadas mis retinas en tan sublime aparición, hombre de piedra en mi fachada, llanto siento en mis adentros. Mis ojos otrora alienados a la incredulidad se someten al pasar La Macarena.

Retorno al encierro de mi claustro, sombría primavera, jubiloso y sonriente. Divagante en unos pensamientos irreconciliables con el sueño, vuelvo a calzar mis pies en búsqueda de más miradas. La noche cabalga como el jinete que muestra el camino al Señor que cae por La Magdalena tras haber dejado a las espaldas a Triana. Entre mares de Esperanzas se hizo la Madrugada. Guadalquivir de cristal y encajes para una Señora de ojos grandes y negros. No anda el palio sino navega sobre un río profundo y la brisa que acaricia su cara gitana. Espíritus de alfareros y mareantes custodian el cofre sagrado de la mayor belleza. Todo transcurre tan deprisa como la sombra de un Hombre dramáticamente muerto, que cuelga de un madero, al que nombran como Calvario. Realmente asombra y duele la crudeza de tan desgarrada aparición.

A punto de desperezar la alborada la mirada se me pierde en una zancada y el sutil vaivén de las vestiduras de un ser poderoso que con templanza en un minúsculo parpadeo surca los entresijos de un estrangulado camino, para alcanzar la Plaza. La luz de su trono destella sobre la arboleda y hace despertar a los dormitados vencejos que revolotean como las desaparecidas golondrinas de Bécquer. Cantan al Señor con el dulzor de los ángeles que lo acompañaron en su peregrinar de 7 horas por veredas de ensueño. Su rostro de tinte ciscado dilata pupilas y hace hablar hasta a los que duermen el sueño eterno. He visto esa cara sufriente en otros muchos lugares, en portales desabrigados, en gélidos bancos abandonados, deambulando sin destino cierto, asechados por la pobreza. Y ese leño que abate su hombro, lo pude ver doblegando a enfermos en hospitales, a humanos vacíos por ausencia de sus seres queridos en tanatorios y camposantos.

Es éste, mi Señor y no otro. Dios en el que desconfié y ahora creo. La pieza perdida del desarraigado puzle de mi existencia se encuentra en esas sus manos poderosas que mueven el mundo. Sea en el ser supremo, Dios Padre, la fuerza ordenadora que da sentido al complejo sistema Universo. Entienda la razón humana que tras la hecatombe de lo humano, se eleve el alma inmortal como la nubecilla de incienso que en la oscuridad, oculta la silueta del que a bien dicen Todo lo Puede. Gran Poder, poderoso e imperial Rey del Cielo y de la Tierra. Astillas somos de su madera, espigas de trigo esparcidas por el pan de la abundancia amorosa del Cristo humanizado que murió como sacrificado cordero para liberar nuestras manos de culpas.

¡Oh Dios, que moras en el interior del corazón de tu hijo pecador! Llévame por el sendero de tu Gloria y cuando las fuerzas me falten y mi existencia decline en el último hálito, aparta la Cruz de tu hombro, que yo apartaré cardos y espinas de tus pies, tómame de la mano y llévame a ese Cielo que pregonan tus labios de miel y sangre.

sábado, 10 de enero de 2015

A D. ALFREDO ÁLVAREZ MENSAQUE, NUESTRO HERMANO MAYOR.



A D. ALFREDO ÁLVAREZ MENSAQUE, 
NUESTRO HERMANO MAYOR.

Hoy, Padre mío de las Tres Caídas, has llamado a Alfredo a tu lado. El sueño de cada nueva Madrugá de Viernes Santo será una auténtica realidad en su sentir del día a día. Queda una huella imborrable esculpida en el ancla que llevamos en el corazón. Parte de mis años perteneciendo al grupo joven de la Hermandad se marchan al Cielo contigo. Quedan tu humanidad y abnegación en la entrega por todos tus hermanos. Lejano a todo protagonismo, entregaste lo mejor de ti por convertir nuestra Hermandad en una gran familia. Miles de latidos unidos en sístole y diástole en la grandeza emocional y espiritual que conlleva pertenecer a la Hermandad de la Esperanza de Triana.

Sentimos el abrazo de nuestro Cristo, que levanta de su Tercera Caída para hacer de su bondad el pan nuestro de cada día. Naufragar en unos ojos negros que iluminan desde San Jacinto o Pureza a las naves que contornean por las espumas blancas del viejo Río, compañero inseparable de añoranzas. Duele ver como tu existencia marcha por otras veredas, pero bien ha querido Cristo que el insufrible peso de la cruz se apartara de tu cuerpo, para fundir tu alma revestida de verde Esperanza y alzarla allá más arriba del lugar que ocupan las lejanas estrellas. Comenzar a contemplar otros verdes paisajes en la misteriosa eterna Triana adornada de geranios, damas de noche y lustrosos azulejos. Esa gran vasija de porcelana que contiene en su interior la justa medida del amor más grande al Dios bendito jurado por los hijos de Triana que duermen el sueño de los justos.

Llevará nuestra Esperanza tu nombre dibujado en sus lágrimas y nuestro Cristo en su rostro dulce y templado. Capirotes morados y verdes, música de ángeles y un lazo negro de riguroso luto en los varales de nuestra Madre. No podemos disimular nuestra tristeza en este frío y grisáceo anochecer. Nuestros titulares permanecen inmutables al paso de los siglos y nosotros pasamos como sombras de nazarenos caminando por las oscuras callejas de la Ciudad. Alfredo no pasará, pues no existen límites ni muros infranqueables para la Esperanza. La que nunca abandona a sus hijos y consuela a los que lloran por la marcha de un ser querido no permitirá que te apartes para siempre. Hoy estarás en el Paraíso por nuestro Cristo de las Tres Caídas prometido, gozando de su misericordiosa presencia. Descansa querido Alfredo, rezaremos por ti y por tu alma, arrodillados ante el semblante de nuestro Cristo de tez morena.

Te llevaremos siempre en el corazón y en las remembranzas de los brillosos amaneceres que anuncian la vuelta a Triana de nuestro Cristo. Y el admirable paisaje de una luz que destella y resplandece admirada por la contemplación excelsa de la belleza más imperial de todas las Dolorosas de Sevilla, que toma la Avenida mecida por marineros que reman bajo su verde palio, nao también revestida de verde como el manto de su Capitana soberana, Reina del Cielo y Esperanza de Triana.