lunes, 16 de septiembre de 2013

TE QUIERO


TE QUIERO

El que nos libera de las cadenas de la tristeza y nos hace levantar cada día pensando en un mundo extraordinario. El Señor que cae en el camino y prosigue con abnegada entereza. Compases de dolor y armonía, musicalidad en unos labios sedientos que imploran justicia divina. Manos atadas a nuestros pecados, una abrazada al leño y otra acariciando la dura peña espinada. Cada día amanece en nuestro interior y nuestras almas se elevan en imperceptible chicotá para sentir el calor de nuestro Redentor. Debemos valorar este presente tan grande que el cielo acercó a nuestras vidas y merecer con nuestro esfuerzo ser partícipes de su infinita bondad. Nuestro Señor mora en el más excelso Atril de la palabra, eleva su armoniosa figura sobre los más inalcanzables confines y su amor se esparce más allende de las fronteras terrenales. En el latido bajo su túnica duermen quienes vivieron este mismo sueño a lo largo de los siglos e incluso se adivinan quienes nacerán para quererlo. No existen vacíos que no colme nuestro Cristo de las Tres Caídas. 

Es muy grande ver a mis niñas ocupar el mismo lugar que su padre en los tramos de la Hermandad y percibir en sus ojos un brillo especial. Que mejor despedida, que morir en Triana y entregado a tus brazos, Padre mío, lejos de hojarascas y entre rosas sin espinas. Inmensamente feliz de tenerte, gracias a ti, puedo superar los malos momentos que me asechan. Déjame seguir soñándote y viviéndote, sintiendo el calor de tu piel, las caricias de tus manos, la profundidad de tu mirada, el sudor ensangrentado que te prende, el aliento que nos cala, el silencio ensordecedor que nos acalla, la luz que nos enciende y el amor infinito que nos atrapa. Te quiero Señor, y mil veces que naciera mil veces que volvería a quererte. Nada sería de mi vida sin tu presencia. Arrimo mi vida entera a tu cruz pesada, para levantar a ese cielo que llaman Triana, a la voz de tu llamada.


EL GRAN PODER VIVE ENTRE NOSOTROS



EL GRAN PODER VIVE ENTRE NOSOTROS 


En la retina del alma reposa el gozo contemplativo de tu Rostro ciscado. Las espesas tinieblas del anochecer dejan entrever una intensa luz deslumbradora que nos conmueve. En la serenidad suave del mar en calma percibimos el tenue murmullo del oleaje y una brisa acariciadora que nos eleva a los confines del perenne y ensoñador Parasceve. Las remembranzas cinceladas en los recuerdos llaman una y otra vez al portalón del milagro y al tañer de las campanas, vivo eco del reloj de nuestra existencia. Alfa y omega entrelazan sus manos en un mismo tenor. Abundantes sombras forjadas sobre las acaloradas fachadas, contiguas a la Plaza de entre las plazas, propagan como murmullo la evidente existencia de Dios. 

Contemplamos su mirada espinada, en los hijos de la Ciudad que sufren soledad, nunca mejor acompañada que en la cercanía del Señor. Sentimos su abrasador aliento en el diálogo huérfano de palabras de quienes creían haberlo perdido todo, y en Él encuentran el más preciado tesoro de espiritualidad. Percibimos la aireada cadencia de su túnica al estremecer de corazones que palpitan ante la excelsa zancada que surca las entrañas de la Ciudad, en los que encuentran junto a las escaleras que elevan al Cielo, respuesta a sus necesidades más primordiales. No podemos ni debemos olvidar que la devoción universal al Señor se sustancia en la fe y en los pilares que sustentan siglos de vivencias y de Amor. 

Creemos en un Señor que camina cada día por las amarguras de sus hijos, cicatrizando heridas y levantando cuerpos repostados en el infortunio. Somos nazarenos de la Hermandad todos los días del año, en la Madrugá haciendo visible nuestro hábito oprimido por el esparto y el resto anidando en el interior nuestra inseparable túnica de ruán. 

Nuestros sueños nos llevan continuamente a la Plaza colmada de emociones, plegarias y de adormecidos vencejos del pasado que abrirán sus jaulas al candil de la noche portentosa de Sevilla para anunciar la inminencia aparición de la perfección Divina humanizada a su vuelta al amanecer. 

La más hermosa historia escrita en los legajos de los tiempos perdería rigor y sentido, si olvidamos a aquellas otras oscuras plazas, pobladas por quienes no tienen más techo donde cobijarse que la propia colcha transparente de la noche. No busquemos en otra parte, ellos son los cristos vivos que cargan la misma Cruz que nuestro Señor, los vemos e incluso reconocemos, y tristemente pasamos de largo, alejándonos de la senda del Señor al mismo compás de su zancada.