domingo, 26 de abril de 2009

SEÑOR ¿POR QUÉ TE HE ABANDONADO?


SEÑOR, ¿POR QUÉ TE HE ABANDONADO?


Señor, te pido que me liberes de las cadenas que me aprisionan y que me alejaron de Ti.



Esta Madrugá te abandoné, te dejé solo en la noche fría de Sevilla. Sentía sobre mí, esas mismas espinas que llevas clavadas sobre tu rostro, mis hombros quedaron vencidos por el mismo peso de la Cruz que cargas por nuestras culpas, mis piernas temblorosas a penas me permitían dar un paso y mis ganas de volver a verte perecieron ante las llamas del dolor y de ese miedo a derrumbarme ante la Silueta inquebrantable del que alarga la zancada en la noche de los misterios ocultos de Sevilla.



Me quedé en la soledad de mi lecho velando por el sueño de mi niña, que a punto estaba de despertar para vestir, por fin, esa túnica morada que tanto anhelaba. Su sueño fue real la mañana del Viernes Santo muy cerquita de la vieja Cárcel del Pópulo. Como aquel preso que trataba de alcanzar a la Esperanza desde los barrotes de su celda, yo traté de alcanzarte, Dios Mío, y no pude.



Mi dicha quedó rota por la mitad. La ilusión de esos ojos brillantes de mi pequeño ángel regalando estampitas del Cristo de las Tres Caídas y de su Madre de la Esperanza no llegó a mitigar el remordimiento y el sentimiento de culpabilidad que me embargaban por mi desplante hacia quien me fortalece con su bondad sin límites.



Este año me llamaste más que nunca, acudí a visitarte con frecuencia. Era, sin duda alguna, una señal cierta de que esta Madrugá no estaría, como siempre y sin falta, acompañándote en Tu anual reencuentro con el Gólgota sevillano.



Esta Madrugá, Señor te abandoné, como te abandonaron tus discípulos amados. Ellos dudaron de Ti, necesitaron ver parar creer que Tu Muerte fue efímera y fruto cierto de salvación. Padre Mío, sabes bien que no necesito verte cada día para creer en Ti, pero como Hijo necesito postrarme ante Ti y encontrar respuesta a mis dudas existenciales en esos ojos cargados de siglos y de certezas.



Recordé aquel momento inolvidable que juré las reglas de la Hermandad del Gran Poder de Dios y del Traspaso de María. Recordé esas lágrimas que tibiamente asomaban por mis ojos enrojecidos, no olvidé la complicidad de las miradas de los fieles con el Dios de San Lorenzo. Dos besos que quedarán a buen recaudo para siempre en mi memoria. Un acto de juramento que formalizaba una duradera relación de amor y que me unía formalmente con el Señor de Sevilla y su Bendita Madre Azucena de San Lorenzo.



Un gran amigo, hermano en el Señor, sabedor de mi ausencia portó durante toda la Madrugá esa misma medalla que él mismo me regaló con ocasión de mi jura como nuevo hermano. Rafael vistió la túnica de ruán como pareja nombrada del Señor durante muchos años y estos dos últimos siguió sus pasos cargando con una Cruz como penitencia por una súplica al Gran Poder, una súplica que encontró respuesta en la salud de un ser muy querido y que quedó restablecida gracias a la fe en el Señor.



En esa medalla encuentro la huella imborrable del paso de Dios por las calles de Sevilla. Desde entonces, todas las noches antes de dormir guardo cuatro besos: para mi mujer, mi niña, para la medalla y uno último para un retrato del Señor de Sevilla, que como tesoro, guardo junto a la cama. Espero que muy pronto sean cinco los besos. Si el Señor quiere, pronto nacerá un nuevo fruto de nuestro amor de esposos, fortalecido en el Señor y en la ilusión de nuestra pequeña niña. Será uno de esos muchos hermanos del Gran Poder que cruzarán el Puente de Triana vestidos de ruán y negro para acompañar al Señor desde la Basílica que lleva su Nombre en la Santa Madrugá de Sevilla. Dios quiere que sea de este modo y así será.



Mi corazón estaba roto en mil pedazos, era tanto el dolor, que a penas me permitía encontrar en el Señor alivio y consuelo. Me encerré en la pena y en la angustia. Como Tú Padre bueno y misericordioso, destierro de mi sufrimiento el dolor propio y mis ataduras son más fuertes cuando es cautivo del dolor uno de mis hermanos.


Entre las tinieblas de la noche, los hombres somos sombras pasajeras deslumbradas por la Luz de Tu eterna presencia. Nuestras vidas se consumen como gotas de cera y Tú permaneces inalterable, fuerte e invencible ante la dama oscura y misteriosa que nos aguarda con su guadaña traicionera para cegarnos la vida.



Sin esa verdad necesaria que trasluce en las entrañas de nuestra fe nuestras vidas serían insoportables condenas hacia el fin, nuestros días estarían contados y la muerte sería vana e innecesaria. Tú eres la razón de nuestra existencia. Eres el Mar caudaloso al que irán a vivir y no morir nuestros cuerpos friamente entregados al rigor de la muerte. No existe mayor miseria para el hombre que sentir la muerte como la última meta, un viaje hacia la nada y hacia la desaparición del cuerpo carente de alma.



Te abandoné Dios Mío, Tú en cambio no me olvidaste y te has acercado tanto a mí que puedo percibir tu aliento, que siento muy cercano el calor de tu pecho y que casi puedo acariciarte. Vuelvo a oír la voz de tu silencio y a sentirme herido por tanto amor esparcido.


Gran Poder, no soy digno de Ti, es tanto lo que me das y tan poco lo que me pides a cambio, que llego a avergonzarme.



Esta Madrugá no pude verte caminar por Sevilla, me perdí el movimiento de Tu túnica morada acariciada por la brisa de la noche, no pude perderme en la lejanía de tu poderosa zancada, buscar tu mirada profunda en el horizonte destemplado de los rezos que te acompañaron en cada lugar de tu camino, aliviarte en el esfuerzo sobrehumano al cargar con el peso de la Cruz, mitigar el dolor por las espinas que se clavaron en tu cabeza, leer el mensaje de tus labios y lanzar un beso hacia Tú Sagrado Talón desgastado por tantos sevillanos sedientos de tu Amor.



No existe más dura Estación de Penitencia que estar lejos de Dios en la Santa Madrugá. En mi pecado, Dios Mío, está mi mayor penitencia. Pueden parecer muchos los días que quedan para que vuelva a acompañarte, queda mucho por vivir, el sueño parece lejano e inalcanzable, me atrevería a decirte Gran Poder, que queda muy poco tiempo. Por Ti, Dios Mío, podría esperar hasta el día que me llames a iniciar la Última Estación de penitencia, ese camino hacia Ti que nada ni nadie podrá detener.