viernes, 24 de abril de 2009

LA MEMORIA DE LA CIUDAD


LA MEMORIA DE LA CIUDAD



Una nueva Semana Santa pasó por delante de nuestras vidas. Quedamos embargados por una doble sensación, por un sentimiento agridulce. Vivimos grandes momentos que quedarán a buen recaudo en esa habitación de nuestras memorias que reservamos para guardar todo lo bueno que nos llevaremos de esta vida. En otro orden quedamos embargados por la tristeza al percibir que la Semana Grande se marchó a gran celeridad. Cada jornada pasó inexorablemente por delante de nosotros, sin darnos tregua en esa lucha por mantenerla con vida.
Día a día el sueño fue tan cierto como efímero, llegaron el Domingo de Resurrección y esas notas amargas que sonaban a despedida. Para algunos no son sino el preludio de una cuenta atrás que nos llevará a esas primeras túnicas blancas que inundarán las calles del Porvenir el próximo Domingo de Ramos. Ha sido una Semana Santa completa, vivida con pasión, concentramos todos nuestros sentidos en ella, nos entregamos dándolo todo, tratamos de saborear cada instante, no perdimos de vista el mínimo detalle.
La realidad del día después nos llevó a lo rutinario, nos hizo caer en el abismo de la soledad y de las ausencias. El desánimo pasó a ser nuestro compañero inseparable en este largo viaje de la espera. Un año más vivimos en carnes propias un mismo ritual, en un mismo escenario y un mismo Fin. La Semana Santa volvió fiel a la cita y al reclamo de la Luna del Parasceve, esa misma Luna que contempló silenciosa la Muerte del Hijo del Hombre hace más de dos mil años y que vuelve a asomarse a un balcón azul para contemplar a ese mismo DIOS reviviendo la escenas de su Pasión y Muerte.
Sevilla extendió sobre sus calles, avenidas y plazas una amplia roja alfombra forjada por el amor de un pueblo que soñó todo un año para despertar a la más agradable realidad. Sevilla es como un viejo museo en el olvido, que recobra su esplendor por una semana y que queda envuelto por los maravillosos lienzos pasionales que se plasman misteriosamente en sus paredes como pintados por ángeles.
Cada Semana Santa supone un cúmulo de nuevas vivencias y de recuerdos que nos acercan todavía más a ese desbordante idilio amoroso que nos ata con fuerzas a sus entrañas, a su misterio y a esa gran verdad que reluce en el trasfondo de su ser. La Semana Santa de Sevilla es la memoria de nuestra Ciudad. Labramos nuestra Historia bebiendo de sus inagotables fuentes. Sevilla es la Ciudad del encuentro entre culturas y esencialmente es la Ciudad de los contrastes, de ese constante cambio de tercio, de llorar y de reír al mismo tiempo, de no saber si iniciamos el camino o si alcanzamos ya la meta, de túnicas de terciopelo y capa y túnicas de ruán y negro, de pasodobles maestrantes y de esos silencios que te penetran hasta llegar al alma.
Sevilla es sueño y realidad al mismo tiempo. Sevilla es fantasía, llanto y alegría. Sevilla es un trocito de Cielo acariciado por el Sol, que tiene corazón y alma, bañado de costado a costado por el viejo Guadalquivir y coronado por la Giralda, su Torre más alta, guardiana y centinela de sus sueños. La Semana Santa de Sevilla se engendró como el más vivo reflejo de esos mismos contrastes, de esa continua convergencia entre el alfa y la omega, entre lo finito y lo infinito, entre el dolor y el júbilo.
Cada vez que buscamos en los recónditos habitáculos de nuestras memorias para reencontrarnos con nuestro más anhelado pasado, descubrimos cada imagen, símbolo o motivo vivido alrededor de esta Semana única e irrepetible. Nuestra primera túnica de nazareno, el primer Domingo de Ramos, aquella tarde lluviosa en la que no pudimos acompañar a nuestra Hermandad, nuestro niño vestido de monaguillo, las túnicas de nuestros padres y hermanos la noche anterior a la Estación Penitencial, la vuelta al Barrio de nuestros abuelos para continuar con la más hermosa tradición, la mirada a los ojos de nuestra Virgen en los que encontramos a nuestra abuela que se marchó a vivir junto a Ella, el recuerdo de nuestros amigos que iniciaron el camino de su Última Estación hacia la Santa Morada y un sin fin de legados de la memoria que permanecerán intactos hasta el día que nosotros mismos empecemos a formar parte de ella.
Son tantas las vivencias, que sería un imposible poder alcanzar a todas, pero sin duda alguna, son nuestro gran referente del pasado. Cada calle, plaza o avenida de Sevilla que goza del privilegio de formar parte del itinerario de cada cofradía, para nosotros, supone una pequeña reliquia de recuerdos y sentimientos. La cera que queda como huella irrefutable del paso de una cofradía o el incienso que quedó suspendido en el aire y que seguimos percibiendo al llegar a ese lugar íntimo de nuestro encuentro anual con Dios y su Madre en las calles de nuestra Ciudad son esa imborrable memoria que mantiene viva la llama de este fuego de pasiones y amores soñados y encontrados.
No sería justa la memoria, si olvidase a quienes entregaron lo mejor que llevaban dentro para crear los cimientos de este grandioso monumento a la justa medida y a la Divinidad de Dios, que toma vida en las calles de Sevilla, de quienes continuaron esta labor de siglos y de quienes en el presente siguen siendo verdaderos testigos de amor y generosidad.
Si en el dolor de Dios en la Cruz no encontramos la mirada de nuestros hermanos que sufren, si en la dulzura de un Nazareno no vemos reflejada la ternura de nuestros seres queridos que se nos adelantaron en el último viaje, si en la Resurrección de Cristo no vemos ese pilar fundamental que solidifica nuestra fe y si en el llanto de una Dolorosa no vemos la angustia de la madre que pierde a su hijo, nuestra Semana Santa sería pura apariencia y un hermoso espectáculo carente de significado, se vería desposeída de corazón y alma.
Sevillanos en la distancia, enfermos presos en la celda de una cama, ancianitos sin fuerzas para dar ese último paso que los acerque a vivir este gran sueño y quienes asumidos por el dolor de una irreparable pérdida no tuvieron el valor o las fuerzas necesarias para salir a reencontrarse con su pasado, esta Semana Santa pudieron sentir sobre sus piernas el mismo cansancio que quienes pudieron disfrutar de todas las cofradías en la calle. Fueron parte de la bulla, del codo con codo, tuvieron a Dios y a su Madre muy cerquita de ellos y todo fue posible por el esfuerzo de personas como José Antonio Rodríguez Benítez, a pesar de su juventud, un gran ejemplo para todos nosotros.
A José Antonio Rodríguez Benítez