miércoles, 24 de diciembre de 2008

Tú eres la Verdad

Volverá a repetirse la Concordia con los nazarenos hijos de Tu Madre, La Centuria Romana Macarena desfilará hasta San Lorenzo para rendirte honores, se marchitarán los rojos claveles que besan Tus pies sobre el canasto de Tu paso, se consumirá la cera llorando sobre las velas, oscurecerán los cuatro faroles de las esquinas de Tu canastilla, morirá la noche y de sus entrañas nacerá la claridad de un nuevo día, despertarán los pajarillos que madrugan para cantarte cada amanecer. Se abrirán de nuevo los balcones que apuntan a las entrañas mismas de Sevilla, pasarán por pares los nazarenos de negro ruan con cirios color tinieblas, pasarán las insignias del cortejo, bajarán las cruces de penitentes al pisar el suelo de la Basílica con sus pies descalzos, arriará la parihuela, despertarán las dormidas almas de Sevilla, retornarán los pellizcos a los corazones, el murmullo de la Plaza quedará roto ante los silencios penetrantes de la Madrugada, regresarán los diálogos de la gente entre emociones contenidas y lágrimas, reaparecerán siglos de miradas hacia el Portentoso Milagro de nuestra existencia, pasarán los ángeles que Te acompañan, pero Tú, Dios Mío, permanecerás en nuestras vidas y nunca pasarás de largo. Tú no eres de madera, Tú eres Cuerpo y Sangre de Salvación. Todo se acaba en esta vida, menos Tú, Rey de Judea.

No encuentro palabras para alabarte, ni versos exactos que rimen en justicia con el amor que esparces, ni oraciones para rezarte. Perdóname Padre Mío, pero ante Ti el mundo se detiene y mi mente se paraliza. Tú eres el pan nuestro de cada día, el aire que respiramos, la sangre que corre por nuestras venas y tuyo es el corazón que late bajo nuestros pechos. En Tu ausencia nuestras vidas carecen de sentido. Tú eres la mayor Verdad de este Mundo.

Quisiera clavar sobre mí frente las espinas que Te atormentan, ser Tu cirineo para aliviar el duro peso de la Cruz que cargas sobre Tus espaldas por nuestras miserias. En el poder de Tu mirada encuentro la fuerza que me hace seguir en el camino. En Tus manos la caricia que me hace levantar en mis caídas, en Tus pies el milagro del esfuerzo sobrehumano del Hijo del Hombre y en Tu zancada la certeza del Dios que nos espera al final de nuestros pasos.

Dios mío no me abandones nunca. Mis pasos son torpes cuando ando lejos de Ti, perdona si Te ofendí o me alejé del sendero que Tú me marcaste en la pila del bautismo. Tantas veces que mis hermanos me abandonaron, Tú te acordaste de mí y acudiste a mi rescate. Cada vez que la ceguera no me dejó ver al otro lado del río, en Ti encontré la verdadera Luz de Dios. En Tus ojos encuentro la certera respuesta a todas mis dudas.

Te seguiré amando hasta el día que el capataz Eterno llame al martillo para que me una a Su cuadrilla de costaleros. No dudes Rey de Reyes que lo dejaré todo para cumplir la voluntad del Padre y unirme a Tu Santo Reino. Incluso, Dios Mío, después de la muerte seguiré amándote con todas mis fuerzas. Todavía no había nacido de mi madre cuando empecé a quererte. La primera vez que contemplé la perfección de Tu rostro o descubrí en Tu mirada la profundidad de Dios, no descubrí nada nuevo. En mis sueños de niño pude ver con claridad lo mismo que puedo contemplar cada vez que voy a visitarte. En esos sueños de infancia, Te adelantaste, y fuiste a mi encuentro.

Ante Ti, Señor de las Espinas, fui temeroso de Dios y al mismo tiempo encontré el amor verdadero. Cada beso en Tu Sagrado Talón es un beso en la mejilla de los hermanos que se nos adelantaron en el último viaje, un último viaje que nos llevará a abrazarte por todos los Siglos. Junto a Ti Señor, no habrá tristeza, ni lágrimas que derramar, ni dolor, ni pena, ni odios, ni rencillas, ni guerra. Junto a Ti Señor habrá descanso eterno, paz y amor.

Un hombre agonizaba y sobre su envejecido rostro se dibujaba una sonrisa jamás entendida. Una pequeña luz encendida en su mirada que se apagaba muy lentamente. Se acercaba la hora y la sonrisa permanecía intacta e inamovible. Ningún gesto de rabia, ninguna lágrima que resbalara sobre los caudales de los surcos de sus mejillas. El candil de su vida se oscurecía, sus arrugadas manos resbalaban sobre la sábana de seda que cubría su cuerpo vencido. Sus hijos y su mujer trataban de disimular el llanto ante su último aliento. Los párpados se cerraban por completo, apretaba sus labios por última vez, su corazón se paraba y sobre su cara pálida y azul seguía dibujada la misma sonrisa. Ese viejo hombre empezaba a ver Luz al final del túnel. Entre las sombras de la oscuridad comenzaba a adivinar el Rostro de Dios. Lejos de resignarse ante el calvario de su muerte trataba con ímpetu de aferrarse a la vida, a la vida junto al Señor.

A los que amaron al Señor y durmieron en su Gloria. Esta Noche las lágrimas de sus ojos besarán los pies descalzos del Niño que nacerá en nuestros corazones. Para ellos existe en el Cielo una Plaza y un balcón donde asormarse cada Madrugá.
A mis amigos y maestros Paco Robles y Víctor García Rayo.

Mi Niño Jesús Nacerá Roto


Mi Niño Jesús Nacerá Roto

Esta noche volverán a encontrarse dos sentimientos profundos y sinceros: la alegría por vernos todos juntos de nuevo, señal de que los años pasan y el amor permanece y al tiempo será una noche de ausencias y de recuerdos por nuestros queridos familiares y amigos que se nos adelantaron en el último viaje de la vida para alcanzar la Gloria compartida con Dios.
Desgraciadamente no todos podremos participar de una misma Fiesta. Son muchos nuestros hermanos que lejos de sentirse dichosos, sufrirán un nuevo pellizco en sus corazones, recordarán que la felicidad fue plato del pasado y que el fruto del presente es manjar muy amargo para sus dolidos corazones.
Esta noche oí llorar a un niño, su llanto era inconsolable. Su vida se agotaba en cada lágrima derramada sobre su tierno rostro de ángel. Su cuerpecito se consumía por la hambruna, sus ojos se cerraban, sus pequeños pies apenas se movían, las manitas arrugadas caían inertes sobre su triste lecho de muerte. Impotente fuí testigo de la tristeza de ese quebrado corazón. Sabía que ese dolor era lejano en la distancia, llegaba desde otro rincón del Planeta, desde un lugar donde hablan otra lengua. No podía hacer nada por ese débil y pequeño hermano desvalido que se desvanecía entre sollozos. Los sonidos de su ronca garganta penetraban en mi corazón como sables afilados. Su alma se elevaba para encontrar la ternura de Dios y su joven existencia se apagaba por completo. Su eterno silencio perforó los tímpanos de la desesperación.
Para mí ya no existe Fiesta que celebrar. Mientras un solo niño sufra en este Mundo para mi no habrá una Navidad plena. Mi Niño Jesús nace roto, su mirada es triste y su corazón late lento. Porque hermanos míos ese Niño que nace esta Noche, no es otro que aquél niño que escuché llorar.

Nuestro Niño Jesús está muy vivo y vive entre nosotros. No tiene nada en esta vida, su único tesoro es su pobreza. A diario lo vemos tirado en nuestras calles y no le dedicamos una moneda, un gesto o una sonrisa.

Nuestra ceguera nos impide reconocer en esos ojos hundidos de un tierno niño la profunda y penetrante mirada de Dios. Pocas horas faltan para que ese Niño nazca en nuestros corazones y con nuestro egoísmo empezamos a cargarlo con el duro peso de la Cruz.

Nuestro Niño se consumirá entre lágrimas, perecerá atrapado por una bala perdida en una injusta guerra o su cuerpo de ángel descenderá a las profundidades del mar ante los ojos llorosos de una madre que tratará de alcanzarlo con sus manos.
En la felicidad de un niño veremos reflejada la sonrisa del Niño que a punto está de nacer y en sus lágrimas el Calvario de Cristo en su Amargura.
Noche de sentimientos contrapuestos. El Niño de Dios no nacerá por igual para todos los hombres. Para algunos son tan profundas las heridas de la miseria que ni si quiera pensaron en desocupar un lugar en sus corazones para recibir al Hijo de María.
Noche de recuerdos y añoranzas. En nuestros teléfonos dejarán de sonar las llamadas de los que se marcharon, nuestros corazones con justicia volverán a recordar que fueron parte de nuestras vidas. En el salón de nuestras casas no volverán a sonar tan ansiadas llamadas, pero en nuestros corazones sonarán y con más fuerza que nunca.

Mi Niño Jesús nacerá roto y las espinas de su amargura me romperán el corazón.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Y Llegará el Día de la Esperanza

Cada día sueño con Ella, con sus preciosos ojos, con su dulce mirada, con sus labios de miel, con sus sonrojadas mejillas, con el encanto de su sonrisa, con la profundidad de su pena, con la amargura de sus lágrimas, con su inigualable belleza...
Y Sevilla seguirá preguntándose a si misma ¿Quién hizo a la Macarena? La Esperanza no fue obra humana. Los pinceles celestiales dibujaron las más hermosas formas soñadas sobre un lienzo de verde terciopelo y fueron los ángeles quienes la tomaron del brazo para bajarla hasta su trono de Reina. No fueron manos humanas, fueron las manos de Dios las que hicieron a la Macarena. Hay sonrisas tan perfectas que jamás podrán ser perfiladas y formas tan sublimes que nunca llegarán a ser esculpidas, son tan inalcanzables que únicamente podrán ser soñadas con los ojos del alma. Sólo Dios pudo plasmar tanta gracia en el rostro de una Mujer.
La Esperanza nunca caminó sola por Sevilla. A su paso lo llena todo, no queda lugar ni para un alfiler de su toca. A su paso se hace el silencio, un silencio roto por una marcha que atraviesa el alma: Esperanza Macarena. Camina con elegancia la Virgen sobre los pies, el más leve golpe de cintura y el mínimo movimiento en los varales y Ella siempre de frente, suena el trío de la marcha y un hondo pellizco en los corazones, excelsas notas para la más bella Azucena. De repente rompe la música por Pasa LA Macarena, unas primeras notas de pentagrama rotas por una sentida salve de aplausos, la profundidad de un pentagrama que llora notas de fina pedrería. Ecos de verde Cielo perforan los tímpanos de los corazones macarenos. Suena para Ella y para Sevilla el Himno de una Coronación, marcha triunfal, entusiasta y sentida, perfecta radiografía del sentir de un Barrio y del amor a su Madre Soberana. La Virgen se pierde en el horizonte profundo con sones fúnebres de Cebrián. Sevilla empieza a añorarla. Acaba de pasar y todo parecía un sueño. Gloria in Excelsis et in Terra. El Mundo se detiene al pasar La Macarena. Ni la brisa del aire respira, las estrellas amagan con bajar del Cielo y ser sus costaleras y la Luna para ser nazarena cercana a su rojo palio. Pasa La Macarena y llora Sevilla.
Se acerca la hora de la Esperanza. El gran macareno Abelardo abrirá la cancela y por sus puertas penetrarán miles de almas dormidas que despertarán de su profundo sueño macareno para concentrar sus vidas en el Atrio, pórtico irrenunciable de los más hermosos anhelos macarenos, Doña Juana volverá a asomarse a un pequeño balcón de la Basílica para acariciar el palio de su Virgen de San Gil. La Esperanza descenderá del Camarín del Gozo que labrara con sus propias manos un hombre de plata. A su vera, el Hijo de su Alma será justamente sentenciado a ser amado por todos los siglos por el Pueblo de Sevilla.
Los Emperadores romanos, Adriano, Trajano y Julio César, claudicarán ante la fuerza de las invencibles lanzas del amor a la Virgen y sus ejércitos derrotados se arrodillarán ante Ella. Una Centuria de “Armaos” con su capitán “El Pelao” al frente desfilará en honor a la Señora y en honra del triunfo de su amor. Las Murallas de Híspalis fortalecidas darán refugio a la Reina de Sevilla.
Volverá a abrirse aquella ventanita de la calle de la Feria, tras ella, asomará de nuevo la niña triste y enferma. De sus pequeños ojos brillantes brotarán finas lágrimas de cristal que resbalarán sobre su carita aterciopelada. Sobre su rostro de ángel volverá a dibujarse una sonrisa perdida. Pasará la Macarena y con su verde manto cubrirá su menudito cuerpo de niña y tras Ella morirá la pena. Las rejas dejarán de ser su cárcel y la enfermedad las celdas de su condena.
Aquella mujer que con temblorosas manos te escribió una saeta, líneas de seda emborronadas por lágrimas derramadas sobre unos versos enamorados de Ti Macarena, jamás pudo salir al balcón para cantarte lo que el corazón le dictaba. Su voz se apagó para siempre para hacer reales tantos sueños junto a Ti Macarena. Pronto abrirá sus ojos para que vuelvas a pasar ante ella y esta vez si que te cantará a Ti Macarena.
Sor Ángela despertará de su leve sueño para traspasar el claustro del Convento y pararse junto al portalón. Su voz será una más entre un coro de novicias. Cantará junto a sus Hijas abrazadas al árbol de la Cruz la Salve Regina a la Señora de Sevilla. Perderemos el palio de nuestras vistas y para siempre nos quedará la Esperanza.
Replicarán las campanas del Salvador, de la Giralda llorarán azucenas, Joselito el Gallo besará su retrato antes del último paseo por el Coso de la Maestranza. Murillo y Ribera la pintarán de Inmaculada, Velázquez dibujará el búcaro que calme la sed de su eterna cuadrilla de costaleros. Bécquer le dedicará las más hermosas rimas en los márgenes de sus libros de cuentas, Mañara verá pasar con embelezo el cortejo de la vida, Juan de Mesa contemplará con admiración la belleza de la Madre del protagonista de sus sueños. Los mismos ángeles que acompañaron a LA MACARENA hasta San Gil fueron los que guiaron las manos del maestro cuando creó las formas exactas de DIOS. Arriará la parihuela, revirará a los ojos de Dios y Manolo Santiago y sus hombres levantarán el faldón de su palio para iniciar el último relevo.
Cinco nazarenos de negro que descansan el sueño eterno junto al SEÑOR DE SEVILLA regresarán de la GLORIA, sus pies descalzos iniciarán el camino desde San Lorenzo y sus rodillas quedarán clavadas sobre una verde alfombra a los pies de la SEÑORA. Por última vez solicitarán "LA VENIA", símbolo de una "CONCORDIA" de siglos. Un ritual que se repite cada año, horas después de que la CENTURIA MACARENA rinda pleitesía y respeto al REY DE REYES. Bien saben sus entregados corazones que "ETERNAMENTE CONCEDIDA ESTÁ LA VENIA".
Que no nos falte nunca la Esperanza.
"A la Reina de los Azahares Renacentistas"

domingo, 14 de diciembre de 2008

"Viejas Historias de San Lorenzo" -A Aguaó de Sevilla y a su Padre-

Se echa la tarde en San Vicente, de entre los príncipes naranjos de Sevilla se adivinan las primeras florecillas de blanquecino azahar, los indicios de una nueva primavera empiezan a tomar cuerpo entre las viejas ramas de hileras de árboles a uno y otro lado de la calle, empieza a oscurecer por Torneo, los faroles iluminan tenuemente la espesa negrura que cubre la Ciudad con su tupido velo aterciopelado. El viejo Manuel tras despedirse de sus amigos de toda la vida inicia el camino que lo devolverá a su Barrio y a la Plaza de las Plazas. Sus cansadas piernas a penas le permiten dar once o doce pasos antes de detenerse para tomar aliento y volver al camino. Sutilmente acaricia el portalón de la Parroquia de San Vicente y se santigua ante el azulejo de Jesús de las Penas.

Abstraído y con la mirada perdida en sueños y recuerdos prosigue su ruta. San Vicente, Baños, Miguel del Cid, Pascual de Gayangos, Martínez Montañés y por fin la Plaza de San Lorenzo. Al levantar la cabeza y descubrir tras los árboles y la estatua del maestro Juan de Mesa las puertas de la Basílica, de sus ojos comienza a brotar un manantial de lágrimas que terminan por empapar su azul chaqueta, nervioso y presuroso toma del bolsillo superior de la prenda un blanco pañuelo para secarse la cara y disimular el incesante llanto que embargaba su arrugada y blanquecina piel. Tras el lamento, un suspiro y la mirada clavada en lo más alto. Inexplicablemente Manuel lloraba sin consuelo al detenerse ante el portalón de su casa. Algún triste pensamiento rondaba su cabeza. Tras unos minutos apaciguando el temporal consigue el valor suficiente para atravesar la alfombra de la entrada y subir despacio, muy despacio las escaleras que lo llevarían al zaguán de su casa. Con manos temblorosas y tras varios intentos consigue atinar y abrir la puerta de par en par, al llegar al saloncito descubre a su nieto Rafael que lo esperaba como cada noche para recibir sobre su frente la caricia de los labios de su abuelo.

Manuel tembloroso y con el rostro desencajado, cuelga el sombrero en la entrada y apoya su chaqueta sobre el respaldo de un viejo sillón.
“¿Abuelo te ocurre algo?”, tras unos primeros segundos entre sollozos y balbuceos, a regañadientes, frunciendo el ceño y apenas siendo entendido por los presentes, acierta a decir “Rafaelillo este año no”.
Su nieto incapaz de descifrar el breve, escueto y rotundo mensaje del abuelo, replica con un “este año no ¿qué abuelo?".
Las lágrimas vuelven al rostro del abuelo y por contagio espontáneo a Rafael y a María, la abuela que observa la escena en sepulcral silencio.
“Este año no Rafaelillo, ya no tengo fuerzas, este año no podré acompañar al Señor en la Santa Madrugada”

El nieto, inseparable escudero junto a su padre, de su abuelo en el mínimo trayecto que los acercaba cada Madrugá hasta la Basílica, asumido por la emoción del momento termina fundiéndose en caluroso abrazo con el abuelo. María trata de cubrirse los ojos con ambas manos y sobre sus frágiles dedos aterciopelados se deja entrever un ramillete de lágrimas de cristal que brotan de sus rojizos ojos empañados. María y su nieto no encuentran palabras de consuelo para aliviar la tristeza del abuelo.

Su desgastado corazón se hacía fuerte cada Madrugá cuando caminaba a paso racheao y portando cirio como una de las últimas parejas nombradas del Señor. Cada golpe rotundo de llamador retumbaba en la profundidad de sus entrañas, a cada paso que daba sentía sobre su espalda el aliento del Señor. Milagrosamente elevaba el cirio sobre el atril de esparto y seguía su camino. No necesitaba volverse para ver el verdadero rostro de Dios, Divino rostro que llevaba esculpido en el alma, la fuerza de su espíritu tiraba del cansado cuerpo. Debajo del antifaz suspendía una medalla centenaria y en su mano izquierda el rosario que recibió como el mejor legado de las manos de su madre en el lecho de su último sueño.
Se hace tarde para el joven Rafael que besa a sus abuelos y se despide de ellos para volver a casa con sus padres que lo esperan asomados a un balcón de la cercana calle Conde de Barajas.

Cada día de Cuaresma Rafaelillo repetía la misma pregunta al viejo Manuel “¿abuelo estás seguro?”, a la que siempre seguía una misma réplica “querido niño, ya quisiera yo acompañar al Señor los pocos años que me quedan hasta que me lleve junto a Él, las fuerzas me han abandonado y a penas puedo dar tres pasos”.

Llega el Domingo de Ramos y Manuel se levanta con gran entusiasmo, una leve sonrisa se dibuja en su arrugada cara, María toma con suave tacto la mano de su esposo y le pregunta “¿qué pasa Manuel, te has levantado hoy con el pie derecho?” “María de mis entrañas todavía estás así, arréglate mi arma que en media hora no se cabe en la Plaza”. Manuel y María salen presurosos de su lecho para bajar a la Plaza y plantarse delante de la Casa de Dios. Manuel llega acelerado y con rictus severo, basta un golpe de vista hacia el Señor para que le cambie el semblante, María asiste al envite con emoción contenida, sorprendida y no menos confundida. Tras la misa, Manuel y María suben las escalerillas para besar el Sagrado Talón del que Todo lo Puede, las lágrimas vuelven al rostro de Manuel, bien sabe Dios que esas lágrimas son distintas, no tienen nada que ver con las derramadas hace a penas seis semanas delante del pobre Rafaelillo.

Llega el almuerzo y Rafaelillo insiste en lo mismo “Abuelo querido, ¿te lo has pensado bien?” “recuerda que quedan cuatro días”, Manuel atiende a las palabras de su nieto con los ojos luminosos, María que lo conoce como si lo hubiese parío vuelve su vista hacia un viejo armario, tras sus carcomidas puertas cuelga la túnica de su marido. El Abuelo juega al despiste frotándose las manos y perdiendo la mirada no se sabe donde, Rafael que conoce a su Padre como a la palma de su mano hace un quite por verónica para liberarlo del interrogatorio del incansable Rafaelillo. Rafael y su Madre tienen clara la decisión del abuelo, pero no quieren arrancarle la promesa que el nieto espera con anhelo (volver a acompañarlos en la noche de los silencios penetrantes de Sevilla). Rafaelillo queda resignado a ver al Abuelo asomado al balcón descubriendo entre la densa humareda de incienso el rostro del Divino Cisquero. Para él un nueva Madrugá junto al abuelo no dejaba de ser una mera quimera, una ilusión, un sueño….

María con astucia aprovecha la primera salida del abuelo en la mañana del Lunes Santo para descolgar la túnica y darle el debido trato para que luzca reluciente para la ocasión señalada. Una vez cumplidas las visitas de rigor a los templos cercanos que preparaban la inminente salida procesional de sus hermandades, Penas de San Vicente, Museo y Veracruz, Manuel vuelve a casa, sin encontrar a su paso el mínimo indicio de una laboriosa mañana de María para dejar en su punto y con sumo cuidado la oscura prenda nazarena de su marido.

Llega el Miércoles Santo por la tarde y siguiendo una tradición familiar cumplida año tras año ininterrumpidamente desde tiempos mozos del padre de Manuel, las túnicas de Rafael y Rafaelillo descansaban sobre el sillón de la casa de los abuelos, en dos sillas de enea próximas, los correspondientes cinturones de esparto y a los pies de la mesa de camilla las sandalias con pares de calcetines color negro, sobre el cristal de la mesa tres medallas de la Hermandad, las mismas que un día portaron el bisabuelo Manuel y sus hijos Manolo y Rafael.

Mañana de Jueves Santo en San Lorenzo, mañana de emociones, encuentros y abrazos. Tras la tempranera misa, Manuel llama a cabildo de urgencia al resto de la familia. Acuden presurosos Rafael su esposa Josefina y un nerviosísimo Rafaelillo que no paraba de andar de un lado para otro, sin tregua ni descanso. Manuel bebe de un vaso de cristal antes de iniciar unas palabras, la tensión puede cortarse con un cuchillo de fina hoja, la sala se embarga de un silencio maestrante, roto únicamente por el murmullo de la Plaza.
“queridos míos, como todos sabéis en la antesala de la Cuaresma y tras meditarlo a conciencia tomé la decisión de dejar de vestir la túnica de nazareno de nuestra Hermandad”
“ha sido difícil para mí terminar una tradición que he cumplido cada año desde la primera vez que acompañé a mi padre a San Lorenzo para realizar mi primera Estación Penitencial junto al Señor y su Madre”.


La tensión de la escena crece por momentos, Manuel vuelve a coger el vaso para tomar un nuevo trago y continuar con su exposición de motivos “cada día que ha pasado desde entonces he tenido más claro que ese momento tan especial no volvería a repetirse”. Volviendo la mirada hacia el nieto, prosiguió en su discurso “querido nieto cada tarde e infructuosamente has tratado de convencerme para que te acompañe, aún siendo por última vez” “no dudes mi niño que se me rompía el alma al contemplar como la tristeza se dibujaba en tus ojos brillantes”.

Después de una breve pausa y tras secarse el sudor que resbalaba por su frente terminó su discurso con dos nuevas parrafadas:
“A medida que se acercaba la hora del Señor he tenido más evidente que mi lugar está junto a Él, no quería evidenciar muestras claras de mi repentino cambio de opinión, lejos de ocultar mi decisión, no quería ilusionarme e ilusionaros para finalmente descubrir que las fuerzas me han abandonado por completo y que no existía la mínima posibilidad de cumplir mi palabra”.
Una última mirada hacia María, su esposa “querida María, compañera mía, el día que me faltes me faltará todo, como repites tantas veces –te conozco como si te hubiese parío- de igual forma puedo hablar de ti. Desbordas generosidad, nunca escuché de tus labios un –no- por respuesta, de ti jamás oí un –mío-, siempre es -un nuestro-, ¿habrás percibido que estas últimas noches a penas he podido conciliar el sueño y que me levantaba de la cama a cada instante con cuidado para no despertarte?, cada una de esas noches cruzaba sigilosamente el pasillo para llegar a la salita y abrir la puerta del armario para descubrir detrás de sus puertas la túnica que con el cariño de la mejor esposa me habías preparado. Esa bondad que esparces con tus buenas acciones llega incluso a abrumarme al no encontrar detalle, gesto o palabra que pudiese agradecer en su justa medida todo lo que has podido hacer por todos nosotros”.

Una felicidad contagiosa se adueñó de la pequeña salita, Rafael y Rafaelillo corrieron presurosos para besar al abuelo y terminar fundidos en un interminable abrazo con la dulce y generosa María. María no tardó ni un segundo en dirigirse al viejo armario para descolgar la túnica y situarla junto a las de Rafael y su nieto, el inocente chiquillo no había caído en la cuenta de que entre su túnica y la de su padre existía el espacio necesario para la del abuelo. No eran momentos para pensar en otra cosa que no fuese la gran Noche de Sevilla.



Y llegó para Sevilla la Noche que tocaba soñar con los ojos muy abiertos, Rafael, Rafaelillo y un más joven que nunca Manuel rezaron un Padre Nuestro y un Ave María delante del retrato del bisabuelo, era una forma muy especial de sentirse acompañados por quien inició esta hermosa tradición familiar. María no quedó sola en la casa, un año más permaneció muy bien acompañada por su nuera Josefina, no pasó Madrugá que no la tuviese a su vera. Josefina era la esposa de su único hijo, la madre de su nieto y algo más, Josefina para ella era como la hija que soñó tener y que jamás pudo engendrar en sus entrañas. María para Josefina era la prolongación de esa madre que el amargo destino apartó de su lado cuando apenas empezaba a descubrir la crudeza de la vida.

En un lugar muy cercano Rafaelillo trataba de adivinar entre una nube de capirotes los ojos del abuelo. El silencio penetrante de la Plaza enmudeció ante el sonido rotundo de un cerrojo, de par en par se abrieron para Sevilla las puertas de la Gloria, la Cruz de Guía de los símbolos pasionales avanzaba atravesando el alma espiritual de Sevilla, tras ella caminaba sin descanso una comitiva de túnicas de ruán, de repente ciriales por pares se cuadraban delante del portalón, las paredes de la Basílica temblaban a golpe de llamador, Dios se elevaba sobre sus hijos ataviados de negra túnica e iniciaba la primera chicotá de la Madrugá. El portentoso milagro de la madera encarnado en el Dios de las Alturas hacia acto de presencia ante una nube de incienso que a penas permitía percibir la dulzura de su rostro. A cada paso del Señor los fieles sentían sobre sus cuerpos escalofríos como tímpanos de hielo, los corazones aceleraban su latido, una paz espiritual se esparcía por rincones, aceras y balcones. Sobre las paredes de la cercana Parroquia de San Lorenzo, vieja Morada del Señor, se dibujaba su hermosa silueta, cada paso del Señor era correspondido por emociones contenidas. Rezos, plegarias, oraciones, promesas, recuerdos y añoranzas.

Muy cerca del Señor, Manuel se sentía liberado de la cárcel de sus muchas dolencias, volvía a recobrar la juventud, sus manos dejaron de temblar y sus pasos decididos lo acercaban a su Dios. El Señor avanzaba alargando la zancada, lluvia de saetas desde los balcones y como siempre y sin faltarles las fuerzas, caminaban las inquebrantables y fieles devotas del Gran Poder, abuelas de Sevilla. Se perdía la Figura del Señor en el horizonte, hombres, mujeres, jóvenes y mayores secaban sus lágrimas y la comitiva de nazarenos continuaba abandonando la Basílica para iniciar la Estación de Penitencia hacia la Catedral de Sevilla. Los pocos hermanos que permanecían en la Basílica se estremecían ante el llamador que golpeaba con rotundidad sobre el palio de la Madre de Dios. La Virgen del Mayor y Traspaso caminaba bajo el exquisito palio Juanmanuelino, una de las grandes joyas de la Semana Santa Hispalense, a veces poco reconocido por quienes no ven más allá del Señor. No llegan a entender que la grandeza de Dios no es completa sin la cercana presencia de su Madre. Pequeña, frágil y hermosa inicia el camino de su particular Camino de la Amargura tras el Señor. La Bella Azucena de Sevilla tiene el don de cautivarte a primer golpe de vista. Sobre su carita inclinada se dibujan hermosos perfiles que representan con exactitud la hermosura interior de la Madre de Nuestro Señor. María y Josefina desde privilegiado balcón tratan de adivinar a los tres hermanos del Gran Poder que horas antes y tras besarlas habían cruzado la Plaza para cumplir con la promesa del bisabuelo. Por delante queda una noche de desvelos, un desvelo que despertará al canto de los vencejos, esos mismos que cada amanecer despiertan al Señor de Sevilla.